Textos

Lo vacío y lo lleno

Italo Calvino
Traducción de Aurora Bernardez del texto para la muestra de Roberto Aizenberg en Galería Il Naviglio, Milán, 1983.
Publicado en ARTINF, año 8, Nº46-47, Junio-Julio 1984. Página 9.

Lo vacío y lo lleno decidieron intercambiar sus papeles. Todo lo que era vacío se volvió lleno y todo lo que era lleno, vacío. Las casas se convirtieron en bloques compactos cuyos intersticios vacíos ocupaban el lugar de las paredes interiores y de los cielos rasos, separando habitaciones en forma de cubos sólidos, perforados por cavidades vacías que reproducían las formas de los objetos y de los muebles. Que las puertas y ventanas estuvieran abiertas o cerradas no hacía diferencia alguna, porque el aire de las habitaciones era cemento inmóvil y en cambio las cosas que habitualmente se pueden robar, eran aire.
Las personas eran envoltorios vacíos, pero había pocas dispuestas a perder la rigidez y la gravedad que caracterizaban su autoridad y firmeza de carácter: más aún, su empaque era mayor que nunca y dilataban sus propias dimensiones, ya no constreñidas en los límites de su consistencia corporal. Uno puede disponer el propio vacío con más facilidad que la propia consistencia, estirándose o ramificándose, y cuanto más sea el vacío de que dispone, mejor parado quedará. En cambio los que hubieran querido poseer un espacio interior donde recogerse, inútilmente buscaban en el fondo de la propia alma: el refugio que esperaban encontrar estaba obstruido, relleno de ripio, emparedado.
Todos estos fenómenos afectaban más el adentro que el afuera. Las superficies exteriores habían conservado toda su importancia y hasta se puede decir que el mundo era sólo superficie debajo de la cual había el vacío o una densidad espesa y homogénea. Ambos modos de ser, vacío y lleno, deparaban en su uniformidad pocas sorpresas: y como el dentro era inerte e insípido, lo único interesante que quedaba era el fuera. Del mundo no existía más que una cáscara delgada: todas las formas se podían reducir al tegumento chato, abigarrado y articulado que revestía su engañosa apariencia tridimensional, como una caparazón de crustáceo. Toda presencia física (entre lo viviente y lo inanimado no subsistía ninguna diferencia) se podía descomponer en láminas, losetas, escamas, ensambladas por presión recíproca como las duelas de una barrica que se sueltan si se rompen los cercos de hierro que las sujetan.
Que en un mundo así dominara la madera (alfajías cepilladas, tarugos macizos) o el metal (en láminas o en lingotes), es cuestión secundaria. Más importante sería saber cuáles eran las pasiones dominantes –ambición, angustia de soledad, arrebato de crueldad, de aniquilamiento, deseo de posesión, nostalgia- que agitaban los corazones, llenos o vacíos.
Hay quien dice que todo era como esto. Hay quien dice que aquel mundo no es sino éste donde habitamos nosotros, que no lo sospechamos distinto de lo que debería ser, y no nos damos cuenta de nada. Hay quien dice que Bobby Aizenberg supo todo esto, y que se ve al mirar sus dibujos.