Pero esta perfección no representa sólo la ambición artesanal de un hombre en procura del dominio absoluto de su arte, sino que es la cualidad formal que corresponda exactamente, que se adecua mejor, al mundo que quiere expresar Aizenberg. Para el logro de esa perfección, Aizenberg elimina todo lo accesorio, y así como cualquier rastro que signifique duda, impulso incontrolado, en un esfuerzo casi ascético por recurrir solamente a lo esencial. Pero aunque elimine toda huella relacionada con lo vital inmediato ( que incluye el error, la vacilación y hasta la torpeza), su obra presenta una curiosa palpitación que, aunque apartada de la vida común, refleja la sorprendente vitalidad de lo visionario.
Aldo Pellegrini
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La obra de Roberto Aizenberg atraviesa dos períodos diversos de la historia de nuestra pintura: el vanguardismo de los años sesenta y su posterior crisis y agotamiento. Y, sin embargo, como bien anotó el crítico Fermín Fevre, su pintura y su temática son atemporales. Lo que lo llevó a denominarlo un pintor esencialista.
Hay, me parece, en este punto, una relación entre Aizenberg y el Borges de los años veinte. Próximos a las vanguardias (Borges introdujo el ultraísmo entre nosotros y Aizenberg nunca dejó de sentirse surrealista), ambos emplearon los métodos del arte moderno no para, como escribió Rafael Olea Franco, remitirse a lo contingente y circunstancial, a lo sujeto al tiempo, sino a lo esencial.
Hay, entonces, en los dos, un juego de opuestos: se inclinan por la modernidad y al mismo tiempo, utilizan recursos premodernos. Eso los hace singulares, los convierte en creadores solitarios, no pueden ser incluidos ni en la tradición ni en la vanguardia.
Si el propósito de lo moderno es desechar todo aquello que no remita al presente, a los nuevos días que corren veloces, en aquel primer Borges aparece un tono nostálgico, confesionalista ( es decir, un intento de aunar renovación y tradición) y en Aizenberg, una elaboración rigurosa encaminada a la construcción de formas puras, cuya perfección lo emparentan con una pintura, que él mismo no dudó de calificar de clásica, anterior, muy anterior: la del Renacimiento.
Ahora, ¿qué se entiende por esencial? Es lo relativo o perteneciente a la esencia, es decir aquello que es verdad tras la apariencia cambiante. Por lo tanto, no sujeto al tiempo, invariable. La relación entre los hechos y las esencias es que los primeros se fundan en las segundas, pero no al revés. Esto, como apunté antes, coloca a quien privilegia lo esencial en directa oposición con quien privilegia lo contingente, cosa esta última insoslayable de toda vanguardia, de todo movimiento moderno.
¿Esto quiere decir que Roberto Aizenberg trabajaba de espaldas a su tiempo ? No, de ningún modo. Repito que, como Borges en su primera época, se servía de los métodos y técnicas de la vanguardia (en el caso de Aizenberg el automatismo psíquico puro de los surrealistas) pero dotando a su obra de elementos diversos, ajenos a la estricta temporalidad de lo moderno. Es más, hay un aspecto en la labor de Aizenberg que lo emparenta con la pintura del Renacimiento : al boceto surgido gracias al automatismo le sigue un trabajo posterior muy estricto, sucesivas capas de pintura hasta lograr el acabado perfecto. Quizás el ejemplo más cercano a Aizenberg sea Giorgio De Chirico, ambos pueden ser llamados pintores metafísicos.
¿Qué significa ser pintor metafísico? Metafísica es un término inventado por C. Andrónico para designar los escritos aristotélicos que no forman parte ni de los lógicos ni de los naturalistas (físicos). Esta designación, ta meta ta physica, lo que está después de la física, no corresponde a Aristóteles quien le reservó el nombre de filosofía prima. Esta "filosofía primera" se ocupa de lo que no es movido y está separado de la materia. Se trata de una investigación que trata de fundar el ser y el sentido tanto del mundo como de la vida. Su problemática central es la cuestión de la naturaleza del ente, de la realidad. Un concepto capital es el de sustancia, la cosa individual concreta, cuya explicación completa es de extraordinaria complejidad, sobre todo porque, en Aristóteles, se perciben con frecuencia observaciones incompatibles. Pero, en resumen, cada cosa individual y concreta, un hombre, un insecto, una roca, puede ser considerada desde dos ópticas diversas, como una naturaleza estática y fija, una esencia, núcleo de propiedades, o sustancias consideradas como centros de cambio.
La pintura metafísica, definición del genial Apollinaire ante las obras de De Chirico expuestas en París en 1911, tendría relación con la primera de las concepciones. Las plazas y las arcadas de Turín y Ferrara son paisajes inconscientes, solitarios y espaciosos, liberados del hombre, dominados por la inmovilidad. Siempre pensé que el reloj en lo alto de la arquitectura de El enigma del presente, de 1910-1911, no da las 3 menos 10, se halla detenido en esa hora. Lo que, en apariencia, podría ser visto como un arte preocupado sólo en mostrar climas, atmósferas misteriosas es mucho más que eso, esos climas enigmáticos son una exploración interior, del inconsciente, que la mano del artista traduce en plazas severas y solemnes. En De Chirico todo está helado y dominado por algo inexplicable.
Dice De Chirico: Crear sensaciones desconocidas en el pasado, desnudar el arte de lo que tiene de común y de aceptado por la generalidad... suprimir completamente al hombre como guía y como medio para expresar los símbolos, las sensaciones, los pensamientos, liberar a la pintura de una vez para siempre del antropomorfismo... Esta dirección esencialista y antiantropomórfica lo conduce a la elaboración de escenarios irreales donde los objetos viven de una luz propia, alejados de la cotidianeidad, de las relaciones banales, y próximos a otra realidad, ubicada en un espacio mental, en una región privilegiada de la memoria. No hay hombres sino figuras, maniquíes, estatuas o siluetas, cuya única identidad reside en la pura aparición. En De Chirico, como pocos, encuentra encarnación perfecta la idea vanguardista de la creación del propio mundo, de un mundo paralelo que extrapola cosas y seres del mundo pero otorgándoles nuevos sentidos.
Creo que el propósito de la pintura metafísica es la revelación de los lados más escondidos, más ocultos de las cosas, como si las cosas fuesen, como afirma De Chirico, un fantasma que se detiene de improviso ante nosotros.
Cuando visité la muestra de Aizenberg en la galería de Jorge Mara experimenté una rara sensación, las pinturas, como las esculturas del museo que, nos dice De Chirico, alguien recorre en un momento de total ausencia de visitantes, se me aparecieron como bajo un nuevo aspecto. Creo que el de Aizenberg es un arte que debe frecuentarse cuando la sala que lo alberga está vacía, para que el espectador pueda sentir el complejo juego de relaciones entre los elementos de cada pintura, entre cuadro y cuadro, entre los cuadros y las paredes, el suelo, el aire, el silencio, la luz y la sombra.
Hay en De Chirico y Aizenberg una admiración por la arquitectura, por la idea de construcción. Los dos conocieron en profundidad la arquitectura del Renacimiento. Así, De Chirico despliega paisajes urbanos, calles, plazas y ciudades, Aizenberg pinta espacios desiertos, torres misteriosas. Hay relaciones entre los maniquíes o siluetas del italiano con las figuras de Aizenberg, construidas con formas geométricas. En ambos, el deseo de entablar diálogos con lo maravilloso, bajo un lenguaje que parece frío y no lo es, porque acaba emocionándonos ya que nos alcanza en lo más profundo. El lenguaje, tanto en uno como en otro, es el silencio, un silencio grave que puede angustiar, sobrecoger, sin dejar nunca de comunicar.
Otra relación: la exigencia de perfección del oficio pictórico. De Chirico fabricaba sus propios aceites y emulsiones para conseguir mayor transparencia y densidad, Aizenberg trabajaba con óleos de lentísimo secado que le proporcionaban cuadros de acabados perfectos y densidad y brillo extraordinarios.
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Aizenberg inició su obra en medio del apogeo del informalismo. Sus primeros cuadros, pequeños, estaban pintados, a contracorriente del arte hegemónico, con una técnica depurada, próxima a la renacentista italiana. Esto lo convirtió, de entrada, en un creador solitario, excéntrico tal como lo definió Romero Brest.
Pero no sólo la obra, la personalidad de Aizenberg era la de un solitario, la de un excéntrico. Había una estrecha relación entre persona y creación en él, relación de la que era consciente. Cada vez que pienso en este aspecto recuerdo a Artaud cuando dice: No amo la creación separada... Cada una de mis obras, cada uno de los planes de mí mismo, cada una de las floraciones heladas de mi vida interior echa su baba sobre mí. No existía ajenidad en el arte de Aizenberg con relación a la persona que lo hacía, entre sus cuadros únicos, misteriosos, de técnica rigurosa, obsesivamente acabada y el artista de vida y forma de ser distantes, casi inabordable.
Desde el comienzo, Aizenberg tomó un camino que consideró el único posible y lo recorrió con total fidelidad. No hay en ningún momento de su trayectoria como artista un desvío, un acercamiento a tal o cual moda, todo es una absoluta concentración en un estilo y modo de expresión que el propio Aizenberg no dudaba en llamar clásicos. Es decir, una pintura sin desbordes, severa, uno de cuyos ejemplos sería, en nuestro siglo, la de Leger, en contraposición con la plástica romántica, más desbordada, menos rigurosa, como la de Picasso y Pollock.
Cada cuadro de Aizenberg, sin excepción, está ejecutado en dos momentos o fases: uno, donde predomina el azar y otro, donde el azar es excluído. La primera fase es la del automatismo, recurso tipicamente surrealista, en la que el artista deja que su mano se mueva con total libertad sobre el papel. El resultado del automatismo es una enorme cantidad de imágenes, un sinnúmero de bocetos, a los que es necesario elegir algunos y deshechar el resto.
En sus investigaciones acerca del automatismo, Aizenberg llegó a una conclusión: ...sentí que las imágenes que aparecen en los surrealistas, las producidas por el automatismo, no es que sólo estén dentro del individuo sino que forman parte de una trama muy compleja de circulación de la información. A partir de esta conclusión, cada boceto nacido del automatismo sería fruto de una recepción, donde el artista oficiaría de antena, de información casi sin interferencias, sin ruidos. El artista captaría lo que posee interiormente y cuanto sucede fuera de él, en el universo, de modo múltiple y sincrónico. Así, existiría entre micro y macrocosmos una relación de vasos comunicantes que el artista captaría gracias al automatismo.
Aizenberg me mostró los bocetos de los que, en el momento de nuestros encuentros, debía elegir unos pocos. Eran cientos. Me contó de sus dudas y tristezas al tener que escoger tan mínimo material, de tener que rechazar imágenes que podría utilizar.
Los bocetos seleccionados pasaban, entonces, a una nueva etapa. Cada boceto era trasladado a la tela, en los últimos años gracias a un proyector, copiado y, por último, pintado. Esto que, en apariencia, parece tan fácil, no lo es tal, todo lo contrario. Aizenberg recurría a óleos al aceite, de lentísimo secado. Pintaba capas, unas sobre otras, como un Van Eyck moderno, y debía aguardar a que cada capa se secase para poder superponer una nueva. A veces trabajaba en varias pinturas a la vez y otras veces todo era una prolongada espera con la consiguiente carga de angustia. Por este motivo, cada año Aizenberg terminaba apenas unas pocas obras.
Esta elaboración necesitaba un adecuado material, pinturas y pinceles estrictamente elegidos, siempre importados, y, además, y sobre todo, le acarreaban al artista exigencias mentales y físicas, con frecuencia durísimas. Se percibía en sus palabras, aunque no lo dijese directamente, que la actividad pictórica era para él, además de un privilegio, se sentía un privilegiado al contar con semejante capacidad, una labor fatigosa, terrible.
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Un aspecto notable en Aizenberg es su preocupación por la ciencia, sobre todo el relacionado con los procesos cerebrales relacionados con la creación. De nuevo hay una proximidad con De Chirico, quien alguna vez dijo: ...yo me pierdo en sueños extravagantes ante el espectáculo de mi pintura y me sumerjo en reflexiones sobre la ciencia de la pintura y sobre el enorme misterio del arte.
Resulta infrecuente encontrarse con artistas que, además de reflexionar sobre su propia obra, indagan profundamente en el fenómeno del arte en general y en los mecanismos biológicos y psíquicos vinculados con el quehacer artístico. En nuestro medio, el caso de Aizenberg es excepcional. Me consta su pasión por la lectura de textos sobre genética y psicología, fui testigo de sus prolongadas y apasionadas charlas con el biólogo Daniel Goldstein.
Aizenberg, en un pasaje de las conversaciones que este libro registra, dice: ...Pienso que tomamos muy por encima, abordamos todas las actividades de la especie humana sin reflexionar que primero está la especie, el macroorganismo cuyos designios no conocemos, que a lo sumo podemos sospechar vagamente... Pero no se piense que el trabajo artístico y las reflexiones acerca de ese trabajo corrían, en Aizenberg, por cuerdas separadas, se trataba de una sola cosa, una suma. Una de sus preocupaciones centrales era, como actividad específica de la especie humana, indagar qué mecanismos (que no dudaba en calificar de pulsiones, de necesidades biológicas) intervenían en la creación pero sin obviar, por el contrario teniéndolas siempre presentes, las cuestiones básicas tales como qué es la especie humana, qué es el hombre y qué es la mente.
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Una de las pocas disciplinas - me dijo una vez- en las que he encontrado que se sigue aferrado a una rigidez total, anacrónica, totalitaria, en el sentido de la dependencia del artista al modelo, a la autoridad del modelo, es la enseñanza del arte. Lo decía basándose en experiencias personales, dos años de actividad como profesor en instituciones educativas. Allí tuvo ocasión de observar a muchos profesores haciendo que los alumnos copiaran modelos. Este hecho lo espantaba, tanto como a mí la realidad de una enseñanza de la literatura con suma frecuencia detenida en los días de Bécquer y Darío, como si el arte del siglo XX, acaso el más rico y complejo de la historia, para esos profesores no hubiese nunca existido.
El uso del modelo, para Aizenberg, es lo opuesto a la libre expresión. El alejamiento del arte de un modelo a copiar, de una realidad exterior a imitar, es piedra basal de lo moderno. Pero esto no es entendido por la generalidad, sólo por una minoría todavía, si bien hay mucha gente que tiene noticias del arte moderno, son relativamente pocos todavía los que lo llegaron a conceptualizar. Aquí está la causa de lo que Aizenberg llamaba desconcierto, la existencia de un gran número de personas, incluidos profesores, que creen que hay que saber dibujar o pintar, en el sentido de que existe un modo de arte, un único paradigma al que se debe seguir. Cuando el arte de este siglo que termina es un abanico, una pluralidad de expresiones a menudo contrapuestas.
Por este motivo, Aizenberg rechazó en su momento la enseñanza de Antonio Berni, artista inmenso y sin embargo de criterios académicos frente a sus alumnos. Y consideró siempre iluminadora su relación con Batlle Planas, con quien se identificó plenamente desde el primer momento. Quedará para un estudio posterior qué elementos - si los hay- de la obra del pintor de las noicas y los profetas se encuentran presentes en Aizenberg, aquí hablaré de lo que sí le dejó huella indeleble en su trato con el maestro.
Se trata del método de enseñanza practicado por Batlle, un hombre influenciado por el surrealismo, el psiconálisis y la filosofía de Gurdieff. Para alguien que venía desencantado con el rigor académico, molesto con la preservación a rajatabla del status quo, conocer a Batlle significó una experiencia inolvidable. Fue Batlle quien le hizo tomar conciencia de su pasión, hasta entonces Aizenberg ignoraba que poseía tal bagaje creador. Imagino la sorpresa y, luego, la casi veneración del joven entrerriano al oir a Batlle, quien adhería al surrealismo, como afirma Pellegrini, predicándolo mediante una argumentación que más tenía que ver con Gurdjieff que con los surrealistas: hablaba de la existencia de un automatismo energético como agente catalizador del inconsciente colectivo.
La influencia de Batlle Planas en Aizenberg fue de carácter filosófico. Influjo decisivo, duradero. Batlle fue un artista inclasificable, aunque la crítica se afane en rotularlo de surrealista. Si el propio Batlle adhirió en sus escritos al movimiento, en otros se manifiesta heterodoxo, próximo al misticismo.
Aizenberg nada tenía en común con el misticismo, pero compartía con su maestro un ansia de absoluto. Esto se daba tanto en el plano ideológico como en el plano artístico: ambos estaban ocupados en indagar en lo que Batlle llamaba la acción interno mecánica gestora de la creación, en usar la evocación y las imágenes oníricas, la irrealidad, término que Aizenberg aborrecía, para, como bien anota Févre, llevarnos a la realidad.
Batlle en sus escritos y conversaciones se manifestaba como una personalidad múltiple, el zen, la magia, la psicología y una creencia en una metabiología cohabitaban en su mente y en sus obras. Este deseo de absoluto, de encontrar una cosmovisión abarcadora, aparece en Aizenberg, aunque en éste las preocupaciones pasaban por el terreno de lo científico, sobre todo la biología.
Pero, de algún modo, partiendo ambos de presupuestos diversos, uno se nos aparece como un idealista y el otro como un materialista, se vio antes, se valen de los mismos recursos, de un semejante deseo de volver atemporal cada obra.
Aizenberg se relaciona con Batlle en 1948. Estudiaba entonces Arquitectura. La influencia de uno sobre otro resultó fundamental, la decisión de Aizenberg de abandonar la carrera y ser pintor data de apenas dos años más tarde. Ya en 1954, junto con otros discípulos de Batlle, expuso sus primeros dibujos en la Galería Wilensky.
5
Una palabra se repite en cuanto se escribió acerca de la obra de Aizenberg: silencio, noción que rozé en alguna parte de estas notas.
Parafraseando a ¿Lezama?, puede decirse que el arte actual, con suma frecuencia, se repliega sobre si mismo para oir su propio silencio. En las obras de Aizenberg esto no sucede, opino, el silencio entabla diálogos con el espectador, no existe un repliegue sino todo lo contrario, una apertura hacia quien la contempla.
El silencio en De Chirico y en Aizenberg, pintores donde este elemento predomina, está poblado. En este punto entramos en una zona indefinida, indefinible, dominio acaso de la poesía, también de la metafísica.
Si, como afirmara Octavio Paz, el silencio es el borde del lenguaje, las obras de Aizenberg, dominadas por el silencio, resultan travesías hacia ese borde. Aquí el espectador siente algo poderoso, ominoso que lo llama. Nos retan, como afirma de nuevo el poeta mexicano, a descender, a ir al fondo.
Sin ese descenso en el silencio, adonde aguarda cierta revelación, la obra de Aizenberg no está completa, aunque se trate de una pintura, en apariencia, rigurosamente ejecutada, acabada. Sólo puede completarla la acción de aquel que se atreve.
¿De qué nos habla el silencio en Aizenberg? De la soledad, de la condición humana, de nuestros límites y de nuestra finitud, de la angustia.
En este aspecto, me parece que coincide Griselda Gambaro en su texto en el catálogo de la muestra que hizo Aizenberg en la Galería Palatina, en 1992, cuando dice estos cuadros están hechos para que los goce y los padezca la mirada, pero también para que el pensamiento y la memoria los sobrevuelen más tarde.
Una idea recurrente en la obra de Aizenberg es la de la construcción. Me interesa mucho la arquitectura -me dijo-, todo lo que tiene que ver con el espacio tridimensional y no sólo con el espacio pictórico... que es bidimensional.
Como pintor y dibujante, Aizenberg planteó lo que algunos llaman un arte geométrico y, otros, geometría metafísica. El propio artista hizo casi omiso de estas definiciones, aunque, en vías de situarse en alguna parte, se autorotuló metafísico, por el hecho de dotar a sus obras de un clima.
La idea de lo constructivo aparece siempre en Aizenberg, tanto en sus pinturas como en sus dibujos y esculturas, en una multiplicidad de figuras. Torres aisladas, ciudades vacías, edificios misteriosos y deshabitados, raras construcciones poliédricas, rostros que, según Févre, aluden a la forma geométrica aunque prescindan de ella, aparecen a lo largo de su evolución creadora. Construcciones que, como dice Gambaro, no son sino paisajes de la personal viscisitud. Pero este paisaje trasciende lo personal, se transforma - continúa Gambaro- en un contragolpe de la pintura para abrir un espacio a la realidad de lo que somos.
Las figuras en Aizenberg no pertenecen a lo cotidiano, aunque se trate de presencias reales. Son, como se vio en el caso de De Chirico, apariciones, revelaciones súbitas y puras que confirman una idea muy cara al artista: fuera de la convención de la mirada se encuentran cosas sorprendentes.
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Sobre el final de su vida, el arte de Aizenberg sufrió una variante. No fue un cambio repentino sino el resultado, como siempre sucedía con este artista, de un largo proceso de meditación.
Los cuadros exhibidos en su última muestra, en la Galería Palatina, mostraban a dos figuras estilizadas enfrentadas, despojadas de curvas, sobre un fondo neutro. Figuras con colores a los que Laura Feinsilber llamó, con acierto, rojo Aizenberg, verde Aizenberg, azul Aizenberg, con una presencia dramática del negro como fondo.
En estas pinturas trabajaba cuando grabamos los diálogos en este libro reproducidos. Hacia el final de esos encuentros, Aizenberg me contó de algunas ideas que producirían un cambio profundo en su arte. Se trataba de un estallido de la construcción, de formas que ocupaban todo el cuadro, ya ausente de fondo. Incluso me mostró algunos bocetos, coloreados si mal no recuerdo. En un reportaje hecho por la misma época habló de algunas cosas nuevas, sin extenderse, cosa habitual en él que conservaba los secretos de su arte como un alquimista. Sí dijo en esa ocasión que tenía material para una nueva muestra, en dos años. Creo que se refería a esos bocetos de los que surgirían los cuadros o, tal vez, a algunos cuadros terminados o en proceso de ejecución que no conocí.
Su muerte, en 1996, truncó ese paso drástico en su evolución.
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Cuando me enteré del fallecimiento de Aizenberg recordé unas palabras suyas: Ante la muerte no hay consuelo. El arte no consuela. No podré nunca olvidar la expresión de sus ojos cuando me preguntó y se preguntó: ¿Qué podemos hacer?
Muñíz, diciembre de 1998 y febrero de 1999